La anécdota es de José Francisco Giraldo, un limeño que en el 2002 llegó al Cusco para abrir –junto a su pareja, la australiana Tamy Gordon– el restaurante Cicciolina, ubicado a pocas cuadras del centro histórico de la ciudad. Ocho años después, ambos saborean el éxito de su negocio, al que se sumó un segundo, Baco, abierto hace cuatro años. Pero, llegar a ello les llevó tiempo y, más que nada, dedicación: debieron enseñarle a sus trabajadores a manejar una compañía que, en un sector como el gastronómico, requiere de una alta dosis de calidad para ser rentable.
La historia de este ex guía de río y montaña que viajó por todo el mundo no dista mucho de la de otros que, atraídos por su majestuosidad, llegaron a la Ciudad Imperial para invertir, pero debieron saltar muchas piedras antes de alcanzar la meta. “En el Cusco –dice Giraldo– la ventaja es que está todo por hacer. Hay muchos nichos no cubiertos y nosotros quisimos rescatar la tradición cusqueña con los restaurantes, pero dándole una opción distinta y la libertad de elegir al visitante”.
A este panorama hay que añadirle el que es, a todas luces, el termómetro oficial de la región: el turismo. Un importante funcionario público de la ciudad explica que el Cusco registró un impulso en el sector desde que Machu Picchu se erigió como nueva maravilla del mundo en el 2007. “Esto se vio reflejado en la mejora de hoteles de la ciudad o en la apertura de otros en el Valle Sagrado”. Pese a que el cierre de Machu Picchu a inicios de año trajo pérdidas de US$185 millones para el sector, el arribo a hospedajes en julio pasado creció 10,8% respecto del mismo mes del 2009 y el número de visitantes a centros arqueológicos creció 15,5% para las mismas fechas, según el BCR. No obstante, se trata de un sector que pierde –quizá más que el resto– por las continuas paralizaciones.
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